En el verano de 2005 vi una pequeña nota en una revista. En aquellas tres o cuatro líneas se informaba sobre la apertura de un club de jazz en Madrid. Boogie o Buggy o algo parecido. En la calle Barquillo, una zona muy atractiva de Madrid para abrir un local destinado al ocio.
Ahora, eso de club de jazz habría que verlo. No podía evitar sentir una mezcla de ilusión y escepticismo, al fin y al cabo ampliar el pequeño gueto del jazz en Madrid era definitivamente una buena noticia, pero la infausta Casandra que habita en mí me llamaba a la prudencia, consciente de que las posibilidades de encontrar un local en el que se improvisara música en directo no eran demasiado altas.
De modo que allí me personé. Ni Boogie ni Buggy, BOGUI se llamaba. Tenía aspecto de loft y las paredes sin pintar confesaban la juventud del local.
Encontré un trío. No el habitual en la zona, sino uno de jazz. Y, oh, sí, aquello que sonaba era jazz. Sentí una pequeña felicidad, curiosidad, expectación.
Había un par de chicos jóvenes en la mesa de al lado; de los que hablan y te hablan aunque no tú no respondas y consideran la música en directo una suerte de hilo musical. Dado que el concierto era una jam, no había razón alguna para evitar que uno de ellos subiera a cantar al escenario cuando así lo pidió.
Comenzó el tema. Recordé a la gaviota de La Sirenita. La cosa se puso tensa.
Fue entonces cuando vi a un hombre acercarse al escenario. Me llamó la atención por sus andares elegantes y por saber llevar un sombrero. Segundos después aprendí cómo se maneja una crisis. Aquella figura airosa y conciliadora sabía lo que se hacía. Era, sin duda, el responsable de aquel lugar cargado de posibilidades y promesas.
Con el tiempo conocí su nombre, Dick Angstadt. Cuando quise darme cuenta ya se había convertido en uno de mis caballeros favoritos. Su mérito era grande: se había aventurado a abrir un club de jazz aun procediendo de destinos empresariales remotos. El club había sido hasta entonces una conocida sala de copas de la noche madrileña y, antes de ello, un restaurante: el Casablanca. Con el tiempo aprendí que aquel restaurante estaba presidido por una gran fotografía de Humphrey Bogart —cómo no—, y de él tomó el nombre el club.
Pese a su juventud, BOGUI pronto se convirtió en uno de los referentes de jazz de la ciudad. Su programación, su filosofía y su esmero transformaron aquellas cuatro paredes en un oasis para los aficionados al jazz de Madrid.
Una noche conocí a una mujer educada, dulce, hermosa. Su nombre, Nobuko. Enseguida congeniamos. Deseé volver a coincidir pronto con aquella ciente del local pero poco después supe que Nobuko es la segunda columna en se apoya Bogui.
La música sucedía y las noches se sucedían. Pronto, los meses. Después, los años.
Los dioses eran propicios; las vacas, gordas; los vientos, favorables.
En una situación de un David contra Goliat es fácil opinar gratuitamente pues el ser heroico que hay en nosotros siempre sueña con conquistas imposibles y grandes hazañas. Ser el David de la trama es muy diferente, especialmente cuando están en juego factores como el patrimonio, la posibilidad de un futuro y la preservación de la cordura.
Pero las columnas de BOGUI son de un material especial y mantuvieron en pie el club a pesar del terremoto.
Vendrían otras tormentas, males de nuestro tiempo, pero BOGUI sigue resistiendo cual aldea gala de cómic. Tanto es así que este mes ha cumplido una década. Dentro de todo por fin una razón para celebrar.
Decía Bogart al final de la película Casablanca aquello de “Presiento que éste será el comienzo de una hermosa amistad”. Debí haber atado cabos aquella calurosa tarde de julio hace 10 años.
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