Cuando conocí a Esther Cidoncha me sentí casi abrumada por el nivel de entrega que me ofreció desde el primer día. Sorprendida por la sensible atención que demostró sobre mis textos. Definitivamente ruborizada por sus generosas apreciaciones.
Pronto descubrí que toda esa pasión en torno al jazz era la columna vertebral que sostenía aquella existencia que podía parecer frágil ante miradas distraídas pero que contenía una presencia decidida y vital cuyo caldo de cultivo era sin duda alguna cualquier cotarro que ofreciera esa música salvaje y terriblemente cívica que ella amaba.
Para Esther era además importante que en este engranaje del jazz las mujeres fuéramos una pieza real y efectiva. Ella era uno de los bastiones femeninos del jazz; la más importante en su campo: la fotografía. Tiene sentido que valorara y defendiera esa presencia del sexo fetén en este mundo porque cuando hace décadas ella empezó a captar con su cámara la improvisación musical en España, el jazz estaba relacionado con una cierta mala vida y, definitivamente, con la única presencia femenina que podían aportar los títulos de algunos temas o la incorporación de una vocalista en puntuales conciertos. Así, no es de extrañar que los apoyos para desarrollar esta actividad que definiría su vida fueran, cuando menos, discretos. Pero Esther supo seguir adelante porque, como ella decía, «es tu reto».
A partir de la publicación de su libro (When Lights Are Low. Retratos de Jazz, La Fábrica) adoptamos la peculiar costumbre de reunirnos en cierta mesa de cierto bar de cierto hotel para tomar ciertas cervezas. Ya nos encontrábamos a menudo en los clubes de jazz pero gracias a esa espontánea ocurrencia conseguí conocer mejor a Esther Cidoncha como fotógrafa y como persona.
Allí me hablaba sobre sus primeros contactos con aquella música que nada tenía que ver con los cantautores que solían componer la banda sonora de su hogar, y de cómo aquello lo cambió todo. «Después del jazz no ha habido nada. Me sentí identificada con algo por primera vez», me contaba. Además seguía con atención la obra de Cartier-Bresson, Bill Brandt o William Claxton. Si a todo esto unimos que Esther Cidoncha era una gran amante de los catálogos y del papel, no es raro que considerase que la fotografía se parece al jazz, máxime cuando lo que comenzó como una actividad autodidacta se convirtió en «una obsesión» que la acompañó hasta el final de una vida personal y profesional que ha terminado demasiado pronto.
En el jazz sucede como con la fotografía. Al principio no había escuelas. Practicaban horas, horas y horas. Y eso hice yo, practicar horas, horas y horas.
Me contaba con pasión cómo hacía pruebas con el papel para conseguir el matiz que deseaba, como el músico que intenta sacar el sonido que realmente desea de su instrumento.
Pese a que consiguió definir su estilo y lograr un reconocimiento rotundo por su trabajo, su naturaleza inquieta le hacía no dar todo por sabido y seguir investigando, estudiando, aprendiendo, como esa carrera sin fin que sólo quienes tienen algo de sensatez saben que nunca termina. Pero de nuevo queda dicho: ha terminado demasiado pronto. El 13 de mayo de 2016 nos ha robado mucha música que no será convertida en imagen, nos ha robado una pieza del engranaje y se ha llevado a un miembro de la tribu.
Siempre me llamó la atención que aunque por lo general muchos fotógrafos son conocidos por tener una musa que saca lo mejor de ellos, en el caso de Esther Cidoncha muchos de sus admiradores —especialmente en redes sociales—se referían a ella como diosa del jazz o musa del jazz.
De musa hoy pasa a leyenda.
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