Hace unas semanas estuve en un festival de música; se trataba de uno de estos eventos tan habituales en verano en que se programan conciertos de las llamadas músicas del mundo; entre ellas, claro está, el jazz. Suele elegirse un escenario grande a cuyo equipo de sonido se dedica, como es normal, una gran atención para compensar la falta de acústica del emplazamiento. En esta ocasión, se trataba de un festival al aire libre.
En principio el concepto resulta bastante atractivo; sin embargo, desde mi llegada al recinto hasta el día de hoy, aquel concierto y todo lo que lo rodeaba me ha llevado a reflexionar sobre algunas cuestiones cuyas conclusiones ahora comparto.
Lo primero que llamó mi atención fue que el precio de la entrada rondaba, aproximadamente, el 10% del salario mínimo interprofesional en España. Quien hiciera esa inversión para asistir al concierto se iba a encontrar con una silla de plástico sin reposabrazos que cedía a cualquier intento de conseguir una postura civilizada y un fuerte hedor a orín en varios puntos del recinto.
Al margen de los aspectos relacionados con la organización, me sorprendió la actitud del público en sí. Sólo de parte del público, ciertamente; pero me desconcierta que tras una inversión de tiempo y medios se ignore el objeto para el que han sido empleados y no se tenga consideración por el paisano del asiento de al lado que intenta escuchar esa música por la que está ahí.


Todas y cada una de las veces que he asistido a un concierto como los que una vez al mes ofrece la +Bob Sands Big Band en +Bogui me he sentido afortunada, pero nunca tanto como aquella noche de verano sentada en una silla de plástico mientras, sonriente ante mi revelación, pedía silencio entre el hedor a orín.
Dedicado a Dick Angstadt.
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