Hace unas semanas estuve en un festival de música; se trataba de uno de estos eventos tan habituales en verano en que se programan conciertos de las llamadas músicas del mundo; entre ellas, claro está, el jazz. Suele elegirse un escenario grande a cuyo equipo de sonido se dedica, como es normal, una gran atención para compensar la falta de acústica del emplazamiento. En esta ocasión, se trataba de un festival al aire libre.
En principio el concepto resulta bastante atractivo; sin embargo, desde mi llegada al recinto hasta el día de hoy, aquel concierto y todo lo que lo rodeaba me ha llevado a reflexionar sobre algunas cuestiones cuyas conclusiones ahora comparto.
Lo primero que llamó mi atención fue que el precio de la entrada rondaba, aproximadamente, el 10% del salario mínimo interprofesional en España. Quien hiciera esa inversión para asistir al concierto se iba a encontrar con una silla de plástico sin reposabrazos que cedía a cualquier intento de conseguir una postura civilizada y un fuerte hedor a orín en varios puntos del recinto.
Al margen de los aspectos relacionados con la organización, me sorprendió la actitud del público en sí. Sólo de parte del público, ciertamente; pero me desconcierta que tras una inversión de tiempo y medios se ignore el objeto para el que han sido empleados y no se tenga consideración por el paisano del asiento de al lado que intenta escuchar esa música por la que está ahí.
Mientras trataba de asimilar (en realidad, ignorar) todas estas circunstancias que ocurrían a mi alrededor, mi mente voló de forma inconsciente a los clubes de jazz, sobre los que ya en alguna ocasión me habéis leído referirme como los últimos bastiones de jazz de mi ciudad. Pensé en los conciertos de las big band y en los 18 músicos que la conforman y que dan lo mejor de sí mismos pese a que un pequeño aforo de espectadores que ha invertido, digamos, el 2% de ese salario mínimo no puede en modo alguno garantizar un pago acorde a la calidad de la música que se ofrece. Pensé también en el gerente del club y en su gran compromiso con el público (con vosotros, conmigo); generalmente renunciando a su naturaleza de empresario (al menos en el sentido material) para poder llevar a cabo un proyecto así, e intentando compensar este hecho en sesiones de ocio de otra índole musical en las que posiblemente ni vosotros ni yo estaremos presentes.
Hace algunas semanas, en aquel festival, pude confirmar las sospechas de algo que hace ya bastante tiempo ronda por mi cabeza: que mi músico favorito de jazz es aquel que toca en clubes. Mi jazzman preferido puede –o no– subirse a tocar al escenario de un festival ciclópeo pero será fácil escuchar su música en un club. No tiene la más mínima importancia que haga sus bolos con músicos que puedan catalogarse en otros géneros –puede que casi en otros mundos– porque, objetivamente, es un profesional de la música que ha de trabajar. Pero siempre volverá a un club; en él desarrollará su mejor música, buscará su mejor forma y mostrará los proyectos que le sean más personales, llevará sus retos a la máxima expresión que le sea posible, y lo hará, sin duda –y sin remedio–, sin pretensiones económicas. Estaremos ante un ser humano que da lo mejor de sí porque quiere hacerlo; y, posiblemente, porque le sea necesario e incluso imperativo. Será un acto de coherencia, de Arte real y de tributo a lo puramente humano.
Todas y cada una de las veces que he asistido a un concierto como los que una vez al mes ofrece la +Bob Sands Big Band en +Bogui me he sentido afortunada, pero nunca tanto como aquella noche de verano sentada en una silla de plástico mientras, sonriente ante mi revelación, pedía silencio entre el hedor a orín.
Dedicado a Dick Angstadt.
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