"Otras cosas ansía tu alma, por otras llora..."
Constantino Kavafis
Hace más de 2.500 años, el ser humano aspiraba a la virtud. En Grecia lo denominaban areté. Se trataba de un concepto profundamente arraigado para alcanzar un ideal de ser, de actuar y de llegar a ser.

De modo que nos encontramos ante una sociedad que desea actuar con nobleza, conocer las artes, crear belleza y aspirar al bien. Rara vez se crea arte por complacer a una masa; las artes intentan recrean lo mejor de cuanto rodea al ser humano, ya sea esto físico, sensible o intelectual. No hay que olvidar que las artes están representadas por las musas, afianzando la idea de algo que se encuentra entre lo humano y lo divino.
Las artes enaltecen al hombre; lo llevan a aventuras personales, estimulan su pensamiento y alimentan su sensibilidad.
En Roma se asimiló y tomó esta creación helénica (y básicamente todas las demás) pero comenzó a desvirtuarla al introducir conceptos psesudopolíticos como el del pan y circo, tan omnipresente en nuestro siglo xxɪ.
Los vaivenes de la Historia han afectado indefectiblemente a la forma en que se ha creado y asimilado el arte, pero, si tomamos como ejemplo el cercano siglo xɪx, encontramos muchos de los conceptos que hemos explicado anteriormente. Tanto en la Literatura, la Pintura o la Música se encuentra esa intención de tender hacia la belleza, muchas veces compartiendo las artes un mismo movimiento —como ocurriría con el impresionismo—, movidos por la curiosidad, el afán de crear y la búsqueda de la belleza.
En el siglo xx comenzó la inclusión devastadora de la mercadotecnia en las artes y poco a poco los conceptos, los ideales y las motivaciones se fueron entrelazando e, inevitablemente, adulterándose mutuamente.
Si sospecháis que a partir de este punto va a comenzar una crítica acerada hacia el arte contemporáneo —para la que sobrarían razones objetivas—, he de aclarar que en esta reflexión no deseo cargar todo el peso en los creadores de contenido fatuo.
Si nos preguntamos qué sucedió con el artista que creaba una obra buscando la belleza, deberíamos, en justicia, plantearnos por qué no estamos interesados en consumir un arte que nos estimule de manera real.
Existe el talento en la música del siglo xxɪ; sin duda minoritariamente, y hay un público que sabe apreciarlo, pero este es aún más reducido, cuando matemáticamente no debería ser así.
Porque el público de nuestro tiempo no quiere elegir. Desea que le den hecho el catálogo de qué escuchar, y por eso es indolente ante una radiofórmula lineal y sólo tiene interés en desenvolverse entre los nombres que provengan de una publicidad cerril. Queremos música que no venga de la música, sino de la publicidad. El ocio no es sinónimo de dar valor a nuestro tiempo sino de llenar horas, a ser posible con lo que se nos proponga en ese catálogo automático.
¿Cuándo el marketing se convirtió en una de las artes? ¿Nos ayudará a llegar a la belleza? ¿A la idea del bien? ¿Estimulará nuestra sensibilidad? ¿Nuestro pensamiento? En definitiva, ¿nos aportará o servirá de algo aunque sea a corto plazo?
Quizá puedan parecer máximas muy radicales pero en realidad no lo son. Usando expresiones más terrenales, ¿a quién no le gusta lo bonito? ¿Preferimos lo malo acaso? ¿Por qué es atractivo no elegir?
Raramente se llena el aforo de un espectáculo en el que un músico de talento ofrece un trabajo honesto, aspira a crear algo bello, reclamar nuestra sensibilidad y, con suerte, llegar a emocionar. Mientras esto sucede, en algún otro punto de la ciudad, se premiará la mediocridad. El talento no importa. Las propaganda en forma de notas anodinas es nuestra elección. La música no importa. El arte no importa. Y nosotros mismos no nos importamos.
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